Trump: hombre crucial para medio mundo y para nosotros

Mi primera Reminiscencia de enero me remonta al año cincuenta y siete; nacería mi segundo hijo, Juárez, y tendría que viajar en avión por primera vez.

Iría a New York donde el Dr. Ramón Castroviejo, oftalmólogo de fama mundial, al cual me había referido Oscar Batlle, magnífico oftalmólogo también, que buscaban la causa de algunas manchas en el lateral de la visión de mi ojo izquierdo.

Iba acompañado de mi hermana Euridice, pues mi Sogela estaba de encargo. Me alojaría en casa de una prima queridísima, Altagracita, casada con Ángel Fernández, médico compañero de mi hermano Aristeo, que ejercían allí desde hacía dos años.

El hecho fue que terminé operado de un cornete de mi nariz en Jersey City y, tres días después, estuve a punto de morir. Me operaron en el hospital St. Mary, y luego del alta, horas después, hice una hemorragia incontenible en una cuarta planta que tuve que bajar solo, porque mis dos hermanas habían ido a buscar un medicamento en la farmacia de la esquina.

Al verme tirado en la calzada, bañado en sangre, se desesperaron y parece que alguien había llamado al Medical Center de Jersey para llevarme en ambulancia a su emergencia, que “no podían darme entrada a quirófano, porque no tenía documentos de afiliación obrera, ni protección social”.

Ésto, hasta que un joven médico mexicano oyó los sollozos de mis acompañantes que advertían que me estaban dejando morir. Se hizo responsable mi galeno salvador y llamó a tres médicos dominicanos residentes del hospital, para acompañarme.

Eduardo Rodríguez Lara, Rubén Andújar y Ángel Fernández, que en paz descansan, sumados a dos médicos norteamericanos encargados del área, lucharon más de cuarenta horas por salvarme.

Para tener una idea, hubo transfusiones de sangre incesantes luego del taponamiento anterior, pero mi corazón apenas respondía, al grado de que me inyectaron Lebofet, un medicamento de aplicación directa que se consideraba in extremis.

Al recuperar la conciencia sentí una paz enorme y apreté en mis manos el Rosario y la medalla de la Virgen de la Altagracia que me habían puesto en el pecho mis desconsoladas y aisladas hermanas.

Vi que mi hermano estaba junto a mi cabeza, diciéndome: “Hermano, te salvaste de ésta en tablitas, pero estuviste del otro lado.”

Eduardo, con su buen humor, que luego tanto conociera, decía sonriendo: “Explícanos cómo es de larga la barba de San Pedro.”

Me di cuenta entonces de lo grave que había estado y recé dando gracias a Dios por haber guiado a ese grupo generoso de jóvenes médicos, que persistieran hasta lo que se creyó era el final.